martes, 24 de marzo de 2020

Solo los locos hablan solos

Luisa sintió de nuevo la soledad.

No era una sensación nueva, la conocía de sobra, pero en los últimos días se había

incrementado su frecuencia e intensidad.

Llevaba más de diez años viuda. Sus dos hijas vivían en la ciudad a casi una hora en coche, aunque solían juntarse los domingos para comer y entonces traían a sus cinco nietos y al yerno
que le quedaba pues el otro se había separado de la pequeña.
Ahora no podían juntarse, la maldita pandemia había conllevado el tenebroso confinamiento en casa.

Apenas salía una vez de casa a la semana, para comprar algo de comida y pasarse por la farmacia que siempre era necesaria alguna medicina.

Así que allí estaba, sola en aquella tarde de domingo austera y triste, el sol se iba escondiendo en el horizonte y una luz cobriza se colaba por el ventanal del comedor. La televisión estaba
apagada, solo hablaban del coronavirus, mejor dicho se gritaban los unos a los otros, ahora era el coronavirus como antes fue Franco. Ay Franco, si su José hubiera visto lo que pasaba
últimamente no se lo habría creído.

Habría refunfuñado algo sobre los niñatos de hoy, que no saben lo que es una guerra, ni lo que es trabajar de sol a sol, no sabe nada salvo gritarse los unos a los otros.

Ay su José si estuviera allí esa tarde de domingo con ella. Volvió su mirada hacia la vieja butaca, su butaca, allí leía su periódico cada mañana, allí se quedaba dormido cada tarde con el cigarro colgando de los labios que sólo Dios sabe cómo no salieron ardiendo cualquier día.

Allí se lo imagina ahora, que la observa en silencio y se pregunta por qué está tan apagada, tan triste, tan callada. Tú, parece escucharle decir, que no paras nunca de hablar, que lo haces
hasta mientras duermes y ahora estás ahí silenciosa como una vieja radio sin pilas.

-¿Y qué quieres que haga? ¿Acaso pretendes que hable sola?

Y su José la mira con esa sonrisa suya tan burlona, la que se reservaba solo para ella y parece decirle sin apenas mover los labios; estar estarás sola, pero sentirte sola es cosa tuya, porque
si quieres yo te acompaño en esta tarde turbia.

-Mira que eres cabezón -refunfuñó la mujer al tiempo que se levantaba del sofá para dirigirse a la cocina, peló y cortó unas patatas para ponerlas en la sartén, luego batió unos huevos.

Cómo le gustaba la tortilla de patata a su José, durante décadas era la cena oficial de los domingos, ay como uno no tuviera patatas o huevos suficientes.

La cebolla bien frita como a él le gustaba y la tortilla poco cuajada, ese es su punto, no como sus hijas que la dejan muy seca, menos mal que ella le sobrevivió, si hubiera faltado ella qué
tortillas habría comido su José, la de sus hijas desde luego que no.

Cogió la foto en la que él estaba tan guapo, era en color, pero los años la habían decolorado hasta el sepia, la puso en la mesa de la cocina frente a ella.

Cogió uno de los pañuelos de su José que guardaba en el cajón no sabía muy bien por qué, le añadió unas gotas del perfume que usaba él, allí seguía el frasco huérfano.

Aspiró el aroma del pañuelo y cerró los ojos, sintió un escalofrío por todo su cuerpo, era él, su José estaba aquí de nuevo.
Depositó el pañuelo cerca de ella en la mesa y ambos cenaron tortilla de patata.

Luisa no paró de hablar, tanto que apenas comió nada, ella ya era de poco cenar. Le puso al día de todo, lo mayores que estaban los nietos, lo guapas que estaban sus hijas, incluso a la
pequeña le había sentado bien el divorcio del vago aquel.

Le contó lo del vecino, el pobre Raúl, que había muerto hacía un par de años también de cáncer, maldita enfermedad.

De lo del confinamiento y el coronavirus no quiso contarle nada, lo dejó para el próximo domingo en el que volvería a hacer tortilla de patata para él.

Esa noche colocó el pañuelo con el perfume de su José en su lado de la almohada y le acompañó toda la noche, casi podía sentir el calor de su cuerpo junto a ella.

Le deseó buenas noches y sonrió al pensar que solo los locos hablan solos.

-Sí, los locos, los locos de amor.

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