viernes, 25 de octubre de 2019

Tenemos futuro?

Agus entró en casa, refugio del frío exterior, acababa de limpiar el gallinero y de dar de
comer a las gallinas.
Añadió un leño a la chimenea para que la casa no perdiera calor y echó un ojo a las
lentejas, para su satisfacción estaban ya en su punto, solo les quedaba reposar uno
minutos y quedarían perfectas.
Miró el reloj de la cocina para asegurarse de que aun le quedaban unos minutos de
tregua antes de ir a recoger a las niñas a la escuela.
La tregua consistiría en sentarse en la mesa de la cocina junto al fuego aun caliente y
terminar de remendar los pantalones de su marido. Mientras lo hacía, el gélido viento
soriano golpeaba sin pudor las ventanas de madera y Agus suspiraba por él, temiendo el
frío que estaría pasando en el monte recogiendo miera, le conocía de sobra y sabía que
ni siquiera para comer se refugiaría en algún chozo.
Con el pantalón listo se levantó, revisó la chimenea y salió de la casa en busca de las
niñas, cerró la cancela y se encaminó cuesta arriba.
Se cubrió la cabeza para evitar el aire frío en las orejas, una tía suya murió de un
enfriamiento, le extrañó no encontrarse en la esquina con la Eulalia, quizás se hubiera
adelantado, siempre había sido un poco prisas, tenía que llegar la primera a todo, de lo
contrario se agobiaba la buena mujer.
Como hacía cada día atravesó por detrás de la casa de la Funes, evitando pasar por la
plaza, ya lo haría de vuelta de la escuela por la tienda de la Reme para comprar el pan,
si lo hacía antes la entretendría y llegaría tarde para recoger a las niñas.
Al girar en la calle de la escuela le sorprendió el silencio, a esa hora ya se escuchaba la
algarabía de los escolares, por el contrario, el silencio era total, no le tranquilizó no ver
a nadie en la puerta de la escuela, no es que no estuviera la cagaprisas de la Eulalia, es
que no esperaba nadie. Temió haberse equivocado de hora, o llegaba muy pronto o muy
tarde.
Se detuvo frente a la puerta y se quedó petrificada, era la escuela del pueblo, pero no
era. Estaba mucho más vieja que aquella misma mañana, aparentaba estar abandonada,
los hierbajos crecían por todo el muro, la cancela estaba vieja y oxidada, se asomó para
ver a través de ella, el edificio de ladrillo estaba aun peor, los pocos cristales que
sobrevivían estaban rotos, un par de persianas palidecían descolgadas y con agujeros en
los que cabían dos dedos. El cartel de “Escuela” luchaba contra el tiempo sin esperanza
y con las letras casi borradas por completo.
Agus notó que le temblaban las piernas y tuvo que agarrarse a la puerta para no caerse
de bruces, sintió que le faltaba el aliento, miró en derredor para descubrir que todo había
cambiado, era otro lugar, otro pueblo.
Trató de calmarse, no era otro, era su pueblo, pero cambiado, las casas y las calles
seguían en su sitio, pero al mismo tiempo todo era distinto.
Y estaba ese silencio ensordecedor, solo roto por las bocanadas del viento helado.

Con el corazón latiendo descontrolado trató de rehacerse y volver sobre sus propios
pasos, ahora sí pasaría por la plaza, confiaba en que al menos la Funes estuviera en su
tienda que también hacía las veces de bar.
Nada más llegar a la plaza la campana del reloj de la iglesia anunció que eran la dos de
la tarde, al menos la iglesia seguía en su sitio dando las horas, sintió algo de alivio por
ello.
Se detuvo a unos pasos de la tienda de la Funes, también estaba cerrada, sobre las
ventanas selladas habían aparecido unas rejas metálicas, lo carteles de “Tienda” y Bar”
habían desaparecido por completo, tan solo quedaban en la piedra los agujeros que los
anclajes habían dejado.
A unos cincuenta metros estaba ubicado el edificio del ayuntamiento regido por Don
Carlos, pero desde allí Agus observó que, aunque el letrero permanecía, el edificio
aparentaba también estar abandonado y cerrado.
Agus no era una mujer que acostumbrara a tener miedo, había criado a sus cinco hijas
con la única ayuda del espíritu santo y es que los hombres ya se sabe que trabajan todo
el día en el campo y cuando vuelven están muy cansados.
Cuando su madre cayó enferma cuidó de ella hasta que el Señor se la llevó con él sin
quejarse ni una sola vez.
Ella le enseñó que no hay que tener miedo a nada, ni siquiera a la muerte, porque
cuando ésta llega debes tener la conciencia limpia y las manos cansadas. Y de las
enfermedades lo mismo, hoy duelen los huesos y mañana también, no es excusa ni
temor, mientras el sol siga saliendo por el Este hay que seguir con la lucha diaria.
Sin embargo, aquello era distinto, tenía el estómago encogido, las manos temblorosas y
un sudor frío le recorría la nuca.
Recorrió el pueblo de arriba abajo en busca de alguien, pero no vio a nadie, las casas
estaban allí como lo habían estado esa misma mañana, pero era como si les hubiera
caído un barniz de un siglo encima, todo estaba viejo y abandonado.
Ni siquiera don Gregorio, el médico, estaba en su casa. Desesperada regresó a la suya,
incluso ésta le pareció más envejecida, se dirigió a la parte trasera donde tenía el
gallinero y allí seguía, pero sin rastro de vida, ¿dónde estaban las gallinas que ella
misma había alimentado un par de horas antes?
Ya en el interior de su casa al menos las lentejas permanecían donde ella las había
dejado, aguardaban a sus hijas que no estaban, habían desaparecido junto con el resto
del pueblo y quien sabe si del mundo entero, tal vez ella era la última superviviente del
planeta.
Pensó en coger algo de dinero e ir a llamar por teléfono a la Guardia Civil, pero recordó
que el único teléfono del pueblo estaba en el ahora destartalado bar.
Mareada y aturdida se echó sobre su cama, con suerte no se trataría más que de una
pesadilla y se despertaría de nuevo en su casa con sus hijas, su marido y su vida tal y
como la había dejado esa misma mañana.

Apenas se quedó traspuesta unos minutos, sin embargo, se despertó con la boca seca
como si hubiera dormido una larga y áspera siesta, por eso no le gustaba echárselas, no
le sentaban bien, al contrario que su marido que los domingos dormía de la comida a la
cena.
Le costó incorporarse de la cama, le dolía la espalda y las piernas las sentía pesadas y
torpes, se dirigió a la cocina con la intención de prepararse un café, un buen café
siempre viene bien.
Al entrar en la cocina se encontró con su hija Clara, aunque no “era” ella exactamente.
La muchacha estaba pintando un cuadro de la cocina de leña, era Clara, pero unos años
más mayor, en lugar de doce años tendría por lo menos veinte, y su cara no era la
misma, había rasgos que no eran de ella, y estaba el pelo, Clara siempre lo llevaba largo
y recogido y ahora lucía una media melena extraña.
Se quedó quieta observándola desde el quicio de la puerta, la joven se giró hacia ella y
le ofreció una enternecedora sonrisa.
-Te has echado una siesta -le informó como si ella no lo fuera a saber.
-¿Qué haces?
-Estoy pintando esta vieja cocina.
-Tampoco es tan vieja -gruñó.
Agus no sabía si prepararse el café como si nada o preguntarle a Clara qué estaba
pasando. Finalmente se acercó hasta la cafetera y comenzó a preparar café, dudó si
hacer solo para ella, al fin y al cabo, aquella Clara ya no era una niña.
-¿Quieres café? -Preguntó al fin.
-No, gracias. Preferiría comer antes estas magníficas lentejas que has preparado, ¿tú has
comido ya?
-No, os estaba esperando.
-¿A quiénes? -Preguntó la joven.
Agus creyó percibir que la preguntaba estaba realizada con segundas intenciones,
aunque no tenía claras cuáles podían ser, así que prefirió hacerse la tonta.
-Vete a saber, en esta casa nunca se sabe.
-Preparo la mesa -añadió Clara.
Agus la dejó hacer sin dejar de preparar el café observando de soslayo para cuántos
preparaba la mesa, con pena comprobó que solo lo hizo para ellas.
Se sentaron a la mesa y Agus sirvió las lentejas.
Comieron en armonía, Agus trataba de disimular su inquietud y la joven no parecía
sorprendida por su extrañeza, en cualquier caso, siempre le devolvía una amplia sonrisa
y sus ojos desprendían una ternura que parecía infinita.

Al terminar, Clara recogió la mesa momento que Agus aprovechó para salir de la casa y
comprobar si las gallinas habían vuelto, pero no, el gallinero seguía silencioso y vacío.
Al regresar a la cocina Clara la esperaba sentada a la mesa detrás de un humeante café.
-¿Estás bien, abuela? -Le preguntó.
-No soy tu abuela, soy tu madre.
Clara volvió a sonreír con cariño, y extendió su mano sobre la mesa para agarrar con
firmeza la de Agus.
-No soy Clara -dijo como si hubiera repetido aquella explicación un millón de veces,
pero como si no le importara volver a repetirla otro millón más de veces-, soy Raquel, la
hija de Clara, así que soy tu nieta.
La mirada de Agus buscó la ventana en busca de unas respuestas que sabía que estaban
dentro de su cabeza pero que no era capaz de encontrar.
-Ahora vivimos aquí tú y yo, podemos decir que nos cuidamos mutuamente -añadió
Raquel sin dejar de sonreír a su abuela.
-¿Dónde están todos?
-El abuelo se fue ya hace unos años, pero fuisteis muy felices hasta el final. Se fue en
paz y sin sufrir. Tus tres hijas viven en Madrid, las tres están bien, casadas y tienes en
total cinco nietos, yo soy una de ellos. Vienen a verte casi todos los fines de semana y
preparas comilonas que suelen sobrar y se llevan en táper para el resto de la semana.
-Y el resto del pueblo, está vacío, lo he visto.
-Bueno, casi vacío, quedáis cinco vecinos, y desde hace casi un año estoy yo también.
Además, desde hace unos meses están volviendo a recolectar la resina, por el momento
lo están haciendo con gente de los pueblos cercanos, pero si la cosa va para delante
puede que empiecen a llegar personas de fuera como resineros, ya hay planes para
rehabilitar algunas casas.
Sin tocar el café, Agus se levantó y se dirigió a la puerta de la casa, desde allí miró a su
alrededor tratando de entender.
Su nieta se colocó junto a ella y le volvió a coger de la mano, sabía lo importante que es
el contacto físico en la enfermedad de su abuelita.
-¿Y tú qué haces aquí?
-Huir de la ciudad, de las prisas, el agobio, las hipotecas, los amores de quita y pon y las
amistades superfluas. Intento ganarme la vida pintando, no es fácil pero ya he vendido
algunos, pinto detalles rústicos que parece que vuelven a estar de moda.
-Y así no estoy sola.
-Y así no estoy yo sola -repitió Raquel.
-¿Crees que tengo futuro?

Pues claro que tienes futuro, tú y yo, y el pueblo y aquellos montes. Por aquí
anduvieron El Cid, los Machado y Bécquer entre otros, no solo hay futuro, es que hay
un presente maravilloso que debemos aprovechar cada día.
Una ráfaga de viento frío salió al paso desde lo alto de la calle, y recorrió toda y cada
una de las viejas construcciones hasta pasar por delante de la casa en la que vivían Agus
y Raquel que seguían cogidas de la mano.