Los muertos se esconden
De nosotros.
Lo hacen en cajas
primero
En hielo con forma
De Palacio después.
Pueden ser veinte
O cuarenta.
No sabemos los ceros
Del final.
No lo sabemos
Porque se esconden.
Hasta de sus hijos
Madres y hermanos.
Qué habremos hecho
Mal.
Para qué hasta los muertos
Se escondan de nosotros.
jueves, 9 de julio de 2020
martes, 12 de mayo de 2020
VERSOS DE LA PANDEMIA IV
Miente el calendario
cuando dice que hoy es mayo.
No hay sol
sino lluvia
No hay calor
sino frío
No hay paseos
sino encierro
No hay terrazas
en las calles
ni cafés
en los cafés.
No hay bodas
ni comuniones
sólo hay angustia
y esperanza.
domingo, 10 de mayo de 2020
VERSOS DE LA PANDEMIA III
Hoy he soñado mar
Un monte he dibujado
No he cejado de pensar
En casa confinado.
Las madres lloran solas
Mientras las abuelas duermen.
En el mar no hay olas
Y hasta los pájaros mienten.
Sueño con salir de casa
Vestirme de verdad
Olvidar esta farsa
Y vivir en libertad.
jueves, 23 de abril de 2020
VERSOS DE LA PANDEMIA II
Y mañana saldrá el sol
y casi todo será igual
y añoraremos al casi
y soñaremos al casi
y el casi será el motivo
por el que luchar
y llorar.
jueves, 16 de abril de 2020
VERSOS DE LA PANDEMIA
Gobierna un silencio
de cristal.
La casa se agranda
y se encoge por horas.
La calle respira vacío
y miedo al igual.
¿Dónde están las personas?
pregunta un semáforo.
Recluídos y atemorizados
contesta el gorrión.
La peste del futuro
se ha hecho presente
y nos mata
y nos confina
para siempre
desde mañana.
martes, 24 de marzo de 2020
Solo los locos hablan solos
Luisa sintió de nuevo la soledad.
No era una sensación nueva, la conocía de sobra, pero en los últimos días se había
incrementado su frecuencia e intensidad.
Llevaba más de diez años viuda. Sus dos hijas vivían en la ciudad a casi una hora en coche, aunque solían juntarse los domingos para comer y entonces traían a sus cinco nietos y al yerno
que le quedaba pues el otro se había separado de la pequeña.
Ahora no podían juntarse, la maldita pandemia había conllevado el tenebroso confinamiento en casa.
Apenas salía una vez de casa a la semana, para comprar algo de comida y pasarse por la farmacia que siempre era necesaria alguna medicina.
Así que allí estaba, sola en aquella tarde de domingo austera y triste, el sol se iba escondiendo en el horizonte y una luz cobriza se colaba por el ventanal del comedor. La televisión estaba
apagada, solo hablaban del coronavirus, mejor dicho se gritaban los unos a los otros, ahora era el coronavirus como antes fue Franco. Ay Franco, si su José hubiera visto lo que pasaba
últimamente no se lo habría creído.
Habría refunfuñado algo sobre los niñatos de hoy, que no saben lo que es una guerra, ni lo que es trabajar de sol a sol, no sabe nada salvo gritarse los unos a los otros.
Ay su José si estuviera allí esa tarde de domingo con ella. Volvió su mirada hacia la vieja butaca, su butaca, allí leía su periódico cada mañana, allí se quedaba dormido cada tarde con el cigarro colgando de los labios que sólo Dios sabe cómo no salieron ardiendo cualquier día.
Allí se lo imagina ahora, que la observa en silencio y se pregunta por qué está tan apagada, tan triste, tan callada. Tú, parece escucharle decir, que no paras nunca de hablar, que lo haces
hasta mientras duermes y ahora estás ahí silenciosa como una vieja radio sin pilas.
-¿Y qué quieres que haga? ¿Acaso pretendes que hable sola?
Y su José la mira con esa sonrisa suya tan burlona, la que se reservaba solo para ella y parece decirle sin apenas mover los labios; estar estarás sola, pero sentirte sola es cosa tuya, porque
si quieres yo te acompaño en esta tarde turbia.
-Mira que eres cabezón -refunfuñó la mujer al tiempo que se levantaba del sofá para dirigirse a la cocina, peló y cortó unas patatas para ponerlas en la sartén, luego batió unos huevos.
Cómo le gustaba la tortilla de patata a su José, durante décadas era la cena oficial de los domingos, ay como uno no tuviera patatas o huevos suficientes.
La cebolla bien frita como a él le gustaba y la tortilla poco cuajada, ese es su punto, no como sus hijas que la dejan muy seca, menos mal que ella le sobrevivió, si hubiera faltado ella qué
tortillas habría comido su José, la de sus hijas desde luego que no.
Cogió la foto en la que él estaba tan guapo, era en color, pero los años la habían decolorado hasta el sepia, la puso en la mesa de la cocina frente a ella.
Cogió uno de los pañuelos de su José que guardaba en el cajón no sabía muy bien por qué, le añadió unas gotas del perfume que usaba él, allí seguía el frasco huérfano.
Aspiró el aroma del pañuelo y cerró los ojos, sintió un escalofrío por todo su cuerpo, era él, su José estaba aquí de nuevo.
Depositó el pañuelo cerca de ella en la mesa y ambos cenaron tortilla de patata.
Luisa no paró de hablar, tanto que apenas comió nada, ella ya era de poco cenar. Le puso al día de todo, lo mayores que estaban los nietos, lo guapas que estaban sus hijas, incluso a la
pequeña le había sentado bien el divorcio del vago aquel.
Le contó lo del vecino, el pobre Raúl, que había muerto hacía un par de años también de cáncer, maldita enfermedad.
De lo del confinamiento y el coronavirus no quiso contarle nada, lo dejó para el próximo domingo en el que volvería a hacer tortilla de patata para él.
Esa noche colocó el pañuelo con el perfume de su José en su lado de la almohada y le acompañó toda la noche, casi podía sentir el calor de su cuerpo junto a ella.
Le deseó buenas noches y sonrió al pensar que solo los locos hablan solos.
-Sí, los locos, los locos de amor.
No era una sensación nueva, la conocía de sobra, pero en los últimos días se había
incrementado su frecuencia e intensidad.
Llevaba más de diez años viuda. Sus dos hijas vivían en la ciudad a casi una hora en coche, aunque solían juntarse los domingos para comer y entonces traían a sus cinco nietos y al yerno
que le quedaba pues el otro se había separado de la pequeña.
Ahora no podían juntarse, la maldita pandemia había conllevado el tenebroso confinamiento en casa.
Apenas salía una vez de casa a la semana, para comprar algo de comida y pasarse por la farmacia que siempre era necesaria alguna medicina.
Así que allí estaba, sola en aquella tarde de domingo austera y triste, el sol se iba escondiendo en el horizonte y una luz cobriza se colaba por el ventanal del comedor. La televisión estaba
apagada, solo hablaban del coronavirus, mejor dicho se gritaban los unos a los otros, ahora era el coronavirus como antes fue Franco. Ay Franco, si su José hubiera visto lo que pasaba
últimamente no se lo habría creído.
Habría refunfuñado algo sobre los niñatos de hoy, que no saben lo que es una guerra, ni lo que es trabajar de sol a sol, no sabe nada salvo gritarse los unos a los otros.
Ay su José si estuviera allí esa tarde de domingo con ella. Volvió su mirada hacia la vieja butaca, su butaca, allí leía su periódico cada mañana, allí se quedaba dormido cada tarde con el cigarro colgando de los labios que sólo Dios sabe cómo no salieron ardiendo cualquier día.
Allí se lo imagina ahora, que la observa en silencio y se pregunta por qué está tan apagada, tan triste, tan callada. Tú, parece escucharle decir, que no paras nunca de hablar, que lo haces
hasta mientras duermes y ahora estás ahí silenciosa como una vieja radio sin pilas.
-¿Y qué quieres que haga? ¿Acaso pretendes que hable sola?
Y su José la mira con esa sonrisa suya tan burlona, la que se reservaba solo para ella y parece decirle sin apenas mover los labios; estar estarás sola, pero sentirte sola es cosa tuya, porque
si quieres yo te acompaño en esta tarde turbia.
-Mira que eres cabezón -refunfuñó la mujer al tiempo que se levantaba del sofá para dirigirse a la cocina, peló y cortó unas patatas para ponerlas en la sartén, luego batió unos huevos.
Cómo le gustaba la tortilla de patata a su José, durante décadas era la cena oficial de los domingos, ay como uno no tuviera patatas o huevos suficientes.
La cebolla bien frita como a él le gustaba y la tortilla poco cuajada, ese es su punto, no como sus hijas que la dejan muy seca, menos mal que ella le sobrevivió, si hubiera faltado ella qué
tortillas habría comido su José, la de sus hijas desde luego que no.
Cogió la foto en la que él estaba tan guapo, era en color, pero los años la habían decolorado hasta el sepia, la puso en la mesa de la cocina frente a ella.
Cogió uno de los pañuelos de su José que guardaba en el cajón no sabía muy bien por qué, le añadió unas gotas del perfume que usaba él, allí seguía el frasco huérfano.
Aspiró el aroma del pañuelo y cerró los ojos, sintió un escalofrío por todo su cuerpo, era él, su José estaba aquí de nuevo.
Depositó el pañuelo cerca de ella en la mesa y ambos cenaron tortilla de patata.
Luisa no paró de hablar, tanto que apenas comió nada, ella ya era de poco cenar. Le puso al día de todo, lo mayores que estaban los nietos, lo guapas que estaban sus hijas, incluso a la
pequeña le había sentado bien el divorcio del vago aquel.
Le contó lo del vecino, el pobre Raúl, que había muerto hacía un par de años también de cáncer, maldita enfermedad.
De lo del confinamiento y el coronavirus no quiso contarle nada, lo dejó para el próximo domingo en el que volvería a hacer tortilla de patata para él.
Esa noche colocó el pañuelo con el perfume de su José en su lado de la almohada y le acompañó toda la noche, casi podía sentir el calor de su cuerpo junto a ella.
Le deseó buenas noches y sonrió al pensar que solo los locos hablan solos.
-Sí, los locos, los locos de amor.
viernes, 20 de marzo de 2020
BUELO
Otra mañana más Pablo se levantó y se dirigió directamente a
la ventana de su cuarto, desde allí vio que llovía, pero poco, así que fue a
buscar a sus padres a los que encontró en la cocina desayunando.
-Buelo -dijo con la cara de ilusión que solo sabe poner un
niño de tres años.
Los padres de Pablo se miraron en silencio mientras el niño
aguardaba una respuesta de pie frente a ellos.
-Todavía llueve cariño, hoy no podemos ir a ver al abuelo.
Pablo enfurruñado regresó a su camita y se tumbó boca abajo
deseando que aquel día pasara cuánto antes para que por fin llegara el ansiado
día en el que ya no lloviera y por fin pudiera ir a ver a su abuelo.
A la mañana siguiente el pequeño Pablo repitió el ritual, se
levantó de la cama y miró por la ventana. Estaba nublado sí, pero no se
apreciaba lluvia, así que una mañana más buscó a sus padres. Encontró a su
madre en el baño.
-Buelo -dijo en tono amistoso.
La madre se negó a mirar a su hijo para evitar cruzar sus
miradas al responder.
-Todavía llueve amor, poco, pero todavía llueve.
Pablo no dio por buena aquella respuesta y se fue en busca
de su padre, al que encontró en la cocina.
-Buelo -dijo sonriendo con dudas.
-Todavía llueve, cariño.
Pablo lloró y lloró. Lloró ese día y el siguiente y el
siguiente.
Cuando dejó de llover, sus padres le dijeron que había
charcos y que por tanto había que esperar a que se secaran.
Cuando salió el sol que debía secar los charcos le dijeron
que fuera hacía mucho frío y que había que esperar a que el sol calentara más.
Hasta que una mañana Pablo se asomó a la ventana y vio que algo
había cambiado en la calle, no llovía, no había charcos, el sol reinaba en el
cielo, pero sobre todo había gente, mucha gente. Madres con niños de la mano,
niños mayores con bicis y gente de todo tipo que pisaban la calle como si lo
hicieran por primera vez.
Pablo buscó a sus padres, se los encontró en el pasillo y les
exigió una sola cosa; “Buelo”, su tono fue tan rotundo que ambos rieron y
aceptaron.
Mientras caminaban los pocos metros que separaban su casa y
la del Buelo, Pablo iba por delante de ellos marcando un ritmo endiablado para
sus cortas piernecitas.
No tuvieron ni que llamar a la puerta, unos metros antes de
llegar a la casa del abuelo la puerta se abrió y allí apareció su Buelo
abriendo los brazos para envolver a su nieto.
Éste corrió como no si le fuera la vida en ello y casi tiró
al suelo con su ímpetu a su Buelo.
Los padres de Pablo contemplaban felices la escena mientras
se preguntaban el motivo del ansía de su pequeño por ver a su Buelo, la madre
creía que se debía a las piruletas que le daba siempre que le veía, el padre
hubiera apostado a que se debía a las cosquillas que le hacía y que le hacían
gemir de puro placer.
Pero Pablo sabía que el secreto era otro, algo tan sencillo
como el poder sentir su menudo cuerpo abrazado por su Buelo, sentir su olor
único, su respiración junto a la suya, para él aquel era el mejor lugar del
mundo, allí el tiempo se detenía y sentía aquello tan maravilloso que no se
puede describir más que con dos palabras; la vida.
jueves, 19 de marzo de 2020
ALZHEIMER A LOS CUARENTA
Hoy ve la luz mi última novela, Alzheimer a los cuarenta.
Está inspirada en hechos reales, aunque la mayoría de los nombres están cambiados todo lo relacionado con el calvario médico para obtener un diagnóstico es real, así como la mayoría de situaciones relacionadas con la enfermedad. Lo que es pura ficción son las subtramas que han sido creadas para que la historia obtenga forma de novela.
Lo que más me interesó de esta historia es poder contar desde dentro lo que es la enfermedad del Alzheimer para una persona joven, para alguien que está en su plenitud laboral con un buen empleo, y que familiarmente está muy alejado de lo que por lo general relacionamos con el Alzheimer, el protagonista de esta historia tiene un hijo de siete años cuando arrancan los primeros síntomas.
Precisamente esos primeros síntomas le aparecen cuando está preparando el maratón de Nueva York, por lo que hablamos de un persona deportista, que se cuida y que lo último que espera es que sus despistes en la fase inicial de la enfermedad estén relacionados con el Alzheimer.
Contar el punto de vista del enfermo, así como el de su esposa espero que puedan servir para entender mejor esta enfermedad, sobre todo en el caso de los familiares de enfermos de esta patología que en muchas ocasiones no entienden lo que les sucede a sus seres queridos.
Ojalá esta obra aporte su granito de arena a dar visibilidad a esta cruel enfermedad que no sólo afecta a personas de avanzada edad, sino que cada vez más, golpea a personas jóvenes.
Está inspirada en hechos reales, aunque la mayoría de los nombres están cambiados todo lo relacionado con el calvario médico para obtener un diagnóstico es real, así como la mayoría de situaciones relacionadas con la enfermedad. Lo que es pura ficción son las subtramas que han sido creadas para que la historia obtenga forma de novela.
Lo que más me interesó de esta historia es poder contar desde dentro lo que es la enfermedad del Alzheimer para una persona joven, para alguien que está en su plenitud laboral con un buen empleo, y que familiarmente está muy alejado de lo que por lo general relacionamos con el Alzheimer, el protagonista de esta historia tiene un hijo de siete años cuando arrancan los primeros síntomas.
Precisamente esos primeros síntomas le aparecen cuando está preparando el maratón de Nueva York, por lo que hablamos de un persona deportista, que se cuida y que lo último que espera es que sus despistes en la fase inicial de la enfermedad estén relacionados con el Alzheimer.
Contar el punto de vista del enfermo, así como el de su esposa espero que puedan servir para entender mejor esta enfermedad, sobre todo en el caso de los familiares de enfermos de esta patología que en muchas ocasiones no entienden lo que les sucede a sus seres queridos.
Ojalá esta obra aporte su granito de arena a dar visibilidad a esta cruel enfermedad que no sólo afecta a personas de avanzada edad, sino que cada vez más, golpea a personas jóvenes.
jueves, 9 de enero de 2020
LUZ DE DICIEMBRE
La luz de diciembre
Es tímida siempre.
Ilumina casi sin ganas
Con nubes y nieblas.
De atardeceres rojizos
Para jóvenes enamoradizos.
Enamórate en diciembre
Y amarás para siempre.
Es tímida siempre.
Ilumina casi sin ganas
Con nubes y nieblas.
De atardeceres rojizos
Para jóvenes enamoradizos.
Enamórate en diciembre
Y amarás para siempre.
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