PRÓLOGO
Desemboqué mi paseo vespertino como tantas otras veces junto al templo de
Debod. Un conjunto arquitectónico que siempre me ha llamado la atención. Y no
será por su belleza plástica, ya que no se trata más que de un templo egipcio
menor. Tal vez sea por la irrealidad y el exotismo que traslada encontrárselo
en mitad de una gran ciudad, a escasa distancia por ejemplo de la plaza de
España.
Lleva en su situación actual varias décadas, a pesar de eso las guías
turísticas no lo mencionan más que de pasada. Llegó tras múltiples
negociaciones entre el gobierno egipcio y el español, entre otros muchos más
gobiernos implicados. Procede de Debod, una localidad egipcia sucumbida por la
ampliación de la presa de Asuán. A causa de ésta el templo iba a quedar de
igual manera sumergido bajo el agua, así que el gobierno egipcio decidió
regalárselo a alguno de los diferentes países que ofrecieron ayuda económica
para la construcción de la ya citada presa. En unos juegos diplomáticos más que
dudosos y bastante polémicos, el templo finalmente se trasladó a España.
Desde entonces y gracias a la falta de interés cultural que han demostrado los
gobernantes de distintos signos que han pasado por el municipio, el templo ha
sufrido todo tipo de daños y escasa conservación. Aun con todo esto se erige
majestuoso sobre su leve altar castizo.
Tal y como me gusta hacer me senté a contemplarlo en silencio mientras el
atardecer se desplomaba sobre nosotros en uno de los bancos que lo rodean. Era
otoño, las nubes amenazaban con descargar lluvia. Apenas un grupo de turistas
japoneses y una pareja me acompañaban mientras me preguntaba qué clase de
secretos conocerá un edificio de tal antigüedad. Cuántas historias habrá visto
y oído mientras permanece en silencio. De qué manera observará un entorno tan
extraño y hostil para él, donde ninguno de sus creadores queda ya ni siquiera
cerca. Con quietud ha sobrevivido a cientos de generaciones de humanos que en
ocasiones le admiraban, en otras le adoraban y en otras le ignoran como se hace
con el molesto vecino de al lado.
Con la llegada de las primeras gotas de lluvia el grupo de turistas orientales
buscó rápido refugio en el autobús que les servía de ayuda para conocer los
diferentes rincones de la capital. Cuando me preparaba para hacer lo propio,
observé que la pareja continuaba en la misma posición que minutos atrás, no se
habían movido ni un centímetro, se mantenían juntos y mirándose a los ojos.
Parecían una pareja de enamorados, pero su edad no encajaba, eran de mediana
edad, un tiempo en el que la rutina y los quehaceres diarios maltratan los
sentimientos románticos.
Dudé por un momento si permanecer yo también en el lugar, su visión me
atormentaba al tiempo que me reconfortaba. Sin embargo la lluvia iba en aumento
por lo que no me quedó más opción que huir al no ir provisto de un paraguas.
Según me alejaba de la escena pude ver que ellos seguían allí, inmóviles, en
sus caras se reflejaba rigidez, aunque no parecían estar discutiendo, asemejaba
otra cosa, aunque no me atrevería a aventurarme de qué se trataba. O tal
vez sí.
Su imagen me acompañó aquella tarde, me preguntaba cuánto habrían aguantado
bajo el agua cero y sobre todo el motivo por el que no parecían haberse
siquiera enterado de él. Desde ese día, cada vez que mis pasos me llevan
hasta el Templo de Debod, no puedo evitar recordarles allí inmóviles, mirándose
fijamente, hablando casi en susurros. Y por supuesto el templo mirándoles como
lo hacía yo, aunque por suerte para él, sin necesidad de refugiarse de la
lluvia, pudiendo compartir con ellos su secreto.