Carmen miró de nuevo el cartón lleno de números en el que
había algunas fichas desparramadas, había vuelto a perder el hilo mientras
aquel cuidador tan estirado no dejaba de gritar un número detrás de otro.
-El cinco, cinco. El doce, uno dos…
Miró a su alrededor y
comprobó que no era la única que había perdido el interés en el juego, no tenía
claro si era el segundo o tercer bingo de la tarde, en cualquier caso, ya no le
interesaba a casi nadie, salvo a aquel viejo tan competitivo de pelo largo, no
recordaba su nombre pero le pegaba llamarse Salvador, o Evaristo, algo por el
estilo.
Algo más tarde, mientras veía la televisión en el salón
común, se le acercó aquella cuidadora tan encantadora que tenía esos ojazos tan
impresionantes. No se lo había dicho nunca, pero era la mejor de toda la
residencia, la más cariñosa y atenta, la única que parecía prestarle algo de
atención cuando hablaba de sus cosas, sabía escuchar y lo hacía con esa sonrisa
tan simpática, además le llamaba abuela, pero no de forma despectiva sino con
mucha ternura, el resto de cuidadores les llamaban por sus nombres y resultaba
tan impersonal, tan frío. Bueno, luego estaba aquella subdirectora que les
llamaba a todos “cielo” o “cariño”, pero sonaba artificial, como si en verdad no
recordara sus nombres.
La cuidadora de los ojos bonitos le dijo que le iba a dar un
paseo, a priori a Carmen no le apetecía mucho, fuera hacía aire y frío, pero se
dejó hacer, sobre todo cuando la subió a un coche, de ella se fiaba, con Marta
todo era agradable siempre.
-¿Dónde me llevas, hija? -Le preguntó ya en el coche.
-No va a pasar la nochebuena en la residencia, la llevo a un
sitio mejor.
-Anda, ¿qué hoy es nochebuena?, hija no sé ni en que día
vivo, creía que estábamos en los santos todavía.
Marta rio y le estrechó la mano, Carmen sintió el calor
sobre sus dedos, estaba tan desacostumbrada a las muestras de cariño que sintió
un escalofrío.
-Eres tan buena conmigo.
Marta sonrió con algo de amargura.
Tras varios minutos de trayecto llegaron a un pueblo, a
pesar de la oscuridad de la noche Carmen creyó reconocer la iglesia que los
recibió radiante a la entrada de la villa. No sabía ubicarla con certeza, pero
estaba casi convencida de que la conocía, pero estaba tan acostumbrada a meter
la pata que no dijo nada, se lo guardó para sus adentros, ya no tenía la cabeza
como antaño, se le olvidaban las cosas y otras directamente las mezclaba.
Un par de calles a la derecha y otro giro a la izquierda y
la cuidadora aparcó el coche junto a la puerta de una casa con muros de piedra.
-Qué casa tan bonita -reconoció Carmen nada más bajarse del
coche.
-Vayamos adentro que hace mucho frío.
Tras recorrer unos pocos metros de un pequeño jardín
entraron en la casa, Marta le volvió a coger de la mano lo que le tranquilizó
algo a Carmen que se sentía algo nerviosa.
-¿Dónde me traes, hija? ¿No será ésta tu familia, qué van a
pensar de ti que traes a una vieja a su cena de nochebuena?
Marta sonrió y le besó en la mejilla.
El olor de la
chimenea embriagó a Carmen, casi de inmediato dejó de sentirse como una
extraña, todo allí le era familiar, no sabía explicar por qué, pero se sintió
como en casa.
Fue como realizar un largo viaje sin mover los pies del suelo, un viaje en el tiempo que no en el espacio.
El olor del asado inundaba el salón comedor de su casa,
triunfante sujetaba la fuente con ambas manos y la depositó sobre la mesa que
presidía la estancia.
Juan, su marido, le pidió que se sentara la mesa que ya era
hora de que ella también cenara como los demás. Solo ella sabía que disfrutaba
más con todos aquellos preparativos para que todo estuviera perfecto para su
familia que con el hecho de cenar, ella no tenía hambre, el auténtico placer de
noches como aquella era tenerles a todos allí, escucharles hablar y reír, sus
voces quedarían impregnadas para siempre en las paredes y le reconfortaría
cuando llegaran tiempos peores, épocas de enfermedades incurables y frías
soledades.
Se sentó y miró a todos y cada uno de sus tres hijos, Juan
el mayor, Carlos el mediano y la pequeña María que tan traviesa fue siempre y
que ahora con los veinte ya cumplidos era toda una mujercita.
También estaba Lola, la mujer de Juan, un encanto de chica y
por supuesto su Juan, su marido, su compañero, su vida, por aquel entonces aún
no sabían lo del maldito cáncer, de haberlo sabido le habría prohibido fumar,
le habría quitado todo el tabaco y lo habría quemado en la chimenea.
Precisamente cerca de la chimenea jugaba su primera nieta,
apenas tres añitos, no pudo evitar levantarse y acercarse a ella.
-Hola abuelita -le dijo con su preciosa sonrisa.
-¿Qué haces pequeña?
-Jugar, ¿quieres jugar conmigo?
-Claro, cielo -respondió la abuela al tiempo que pensaba que
la niña había heredado los ojazos de su abuelo-. ¿A qué quieres que juguemos,
Marta?
La niña se limitó a cogerle de la mano y a sonreírle.
-Te quiero abuelita.
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